El orden en una incipiente nación “Todos los habitantes de la Nueva España, sin distinción alguna de europeos, africanos ni indios, son ciudadanos de esta monarquía con opción de todo empleo, según sus méritos y virtudes”, estipula en 1821 el Plan de Iguala, sentando las bases de igualdad de la naciente nación mexicana. Sin embargo muy pronto surgen las dificultades para convertirla en realidad pues su idea de implantar el modo europeo de vivir, de ser, va a topar con una población mayoritariamente indígena -lo que se denominó como el “problema indio”, un estorbo para el llamado progreso.
En pleno desarrollo industrial europeo, los minerales, las maderas y los productos del campo se tornan fuente de riqueza, para cuya explotación los indígenas son un impedimento y las relaciones entre gobierno y pueblos se tensan; las clasificaciones que de éstos se hacen dan cuenta de ello: “1. Indios de civilización primitiva, que son inteligentes y activos, conservan intactas sus antiguas costumbres y su idioma [...] 2. Indios degenerados [...] indolentes, desaseados y de torpe inteligencia. 3. Indios bárbaros, que son pérfidos, crueles, guerreros constantes, no reconocen las autoridades y viven del pillaje", se lee en un libro de geografía usado en las escuelas públicas; mientras que la raza blanca es definida como “las personas más ilustradas o que poseen el elemento vital de los capitales”.
Esta clasificación se basaba en una supuesta naturaleza de los indígenas, la cual determinaba la relación que establecen con los blancos, si obedecen o se rebelan, y esto último se castigaba con la guerra, llegando al exterminio, como sucedió con los seris, cuya población fue reducida a menos de 300 personas, y con el pueblo yaqui. Es la faceta extrema del racismo: el genocidio.
Pero no sólo esta relación se formulaba en términos de raza, también entre países, y los conflictos con Estados Unidos –que se consideraba una raza superior destinada a dominar el resto de América- alarmaban al gobierno, que pensaba que la “calidad” de la raza mexicana no estaba a la altura, por lo que impulsa una campaña de inmigración de europeos, retomada por el mismo Benito Juárez, cuyas leyes decretan: “la inmigración de hombres activos e industriosos de otros países es, sin duda, una de las primeras exigencias de la República”. El anhelo por construir una nación de raza blanca fracasó siempre ya que los inmigrantes partían a Estados Unidos a la primera oportunidad. En compensación, la élite gobernante buscaba afanosamente blanquearse, así fuera, como se dice que el propio Porfirio Díaz lo hacía, poniéndose talco en la cara, inmortalizándose en numerosas pinturas como si fuera de tez más clara.
La guerra genocida contra el pueblo yaqui
Bañadas por dos ríos, el Yaqui y el Mayo, las tierras del pueblo yaqui fueron especialmente codiciadas por su fertilidad. Su resistencia a cederlas generó numerosas rebeliones y llevó al gobierno a emprender una guerra para “pacificar” la zona, para “civilizar a los salvajes”, la cual concluyó con su casi exterminio y la deportación de miles de ellos a diferentes partes del país, sobre todo a Yucatán, en donde se les obligaba a trabajar en las plantaciones de henequén –se estima que, de 1880 a 1910, la población yaqui de Sonora pasó de alrededor de 25 mil personas a menos de tres mil. Las listas de deportados son testimonio de dicha atrocidad; como se puede apreciar, figuran muchísimas mujeres y niños –estos últimos eran entregados a familias en Hermosillo con la idea de que trabajando en su seno llegarían a civilizarse. La estela compuesta con esos documentos históricos rinde homenaje a su memoria.