¿Cómo se establecían los rasgos con que se definía a una raza? Midiendo, cuantificando, generalizando por medio de estadísticas, separando y agrupando poblaciones al otorgar mayor peso a un carácter que a otro, como el color de piel o la forma del cabello. En este afán por dotar de bases científicas tales estudios comenzaron a aparecer métodos e instrumentos, “instrucciones para...”, que generaron vastos inventarios de tipos de nariz, color de ojos, tamaño de la cabeza, del cerebro y sus partes, pero también de comportamientos, formas de alimentación, moralidad, sistemas políticos y muchos otros rasgos culturales y sociales.
Tales datos pueden parecer inofensivos, propios del espíritu de conocimiento de la ciencia. El problema es que existían (y existen) teorías y conceptos que les confieren un valor, que relacionan unos con otros en un orden jerárquico. Así, por ejemplo, el ángulo facial, creado por Petrus Camper, implicaba la existencia de una gradación que, desde lo alto de la supuesta perfección del célebre perfil griego (100°) descendía hasta el de los africanos (70°), muy cerca ya del de los simios. Los antiguos griegos eran considerados bellos, inteligentes, refinados, mientras los africanos eran vistos como primitivos, de escasa inteligencia, feos, en suma: la antítesis. Racismo puro.
En el fondo, el procedimiento era (y sigue siendo) el mismo: se parte de la condición de inferioridad de los no occidentales, cuyos rasgos físicos y culturales son así considerados de antemano, y de su cuantificación y análisis resulta la confirmación de lo ya sabido, incluso cuando los datos no apuntan en esa dirección. Bajo esta perspectiva, el rostro se convirtió en un conjunto de signos que poseían connotaciones bien definidas, y la fotografía –vista entonces como el reflejo fiel de la realidad, una imagen objetiva- en la herramienta idónea para documentar sus rasgos; el medio perfecto para “captar” y dejar ver la supuesta inferioridad de las demás razas, así como las anormalidades persistentes en la raza blanca (ambas siempre terminaban por estar relacionadas, vistas como degeneraciones o propias de estados de la humanidad poco evolucionados).
El rostro inmóvil
La idea de que los indígenas se encuentran detenidos en el tiempo, que su rostro mismo lo manifiesta, es aún muy difundida -en reportajes y documentales, en libros. ¿Qué se puede ver en los rostros indígenas según esto? Miseria, abandono, melancolía, depresión, inmovilidad, degeneración, falta de inteligencia, fanatismo, tristeza, reticencia al progreso, violencia innata y mil cosas más, unas más denigrantes que otras, y todas estas suposiciones pretendían tener bases científicas irrefutables.
Las condiciones en que eran tomadas las imágenes contribuían a tales interpretaciones: ¿cómo mirar fijamente un aparato totalmente desconocido bajo la presión de dos militares?, ¿cómo no sentirse intimidado, no cerrar los ojos, moverse en el último instante o hacer alguna mueca bajo tal tensión? Los retratos antropométricos –frente, perfil, cual presidiarios-, lejos de ser prueba de las características que se les atribuía, reflejan más bien la desconfianza y el recelo existentes entre los indígenas y el fotógrafo. Si a ello añadimos el encuadre, un tanto aplastante, la manera de mirarlos como si estuvieran en un zoológico, la pésima luz, el fondo ya raído y el infaltable toque de exotismo, los retratos resultan obviamente desfavorables, una prueba contundente de la inferioridad que se pretendía demostrar, elaborada palmo a palmo en el contexto de una relación de desigualdad que se buscaba perpetuar para mantener la dominación de una raza sobre otra, como se decía entonces.
Ciencia y arte del rostro
Durante varios siglos la escultura fue vista como el fiel reflejo de la realidad en contraposición a las interpretaciones de la pintura. En el siglo XIX la fotografía ocupó ese sitio, dotando de objetividad el mundo que creaba. No obstante, en el afán de mantener el máximo de objetividad en sus “observaciones visuales”, eliminando los “sesgos personales”, como aconsejaban los expertos en antropometría, los moldes de rostros en yeso fueron ampliamente utilizados en el estudio y clasificación de las razas humanas.
Las teorías que sostenían que las medidas y formas de la cabeza y el rostro denotaban el carácter y las habilidades de una persona, su supuesta naturaleza, fueron también retomadas por escultores y pintores, quienes tomaban moldes de sus modelos con el fin de poder resaltar sus cualidades más profundas mediante un análisis detallado. El caso de la frenología, disciplina que gozó de gran popularidad en la segunda mitad del siglo XIX, es ilustrativo.
Las máscaras en yeso conformaron vastas colecciones; muchas de ellas fueron conjuntadas en un afán de preservar un testimonio de gente que se consideraba destinada a desaparecer, idea bajo la cual fueron concebidos gran parte de los museos etnográficos en el mundo, en donde se tornaba en pasado el presente de pueblos que irradiaban vida. Entre los rasgos de los rostros que aquí vemos se distingue la sonrisa de una mujer chatina, un pueblo vigoroso que, en contra de tales pronósticos, sigue habitando las montañas del sur de Oaxaca aferrado a su cultura.
La comunidad sin rostro
Uno de los clichés racistas más comunes en México es la aseveración de que todos los indios son iguales –lo mismo se dice de los “negros” y los chinos, entre otros-, que uno no se distingue de otro. Su origen radica en teorías elaboradas en el siglo XIX, como la psicología de masas, que estudiando la vida en comunidad en sociedades no occidentales concluía la ausencia de un sentimiento de individualidad, un encadenamiento a la voluntad del grupo y a la propiedad común de la tierra, una falta de ejercicio de la voluntad, de la libertad, todo lo cual no permitía que aparecieran rasgos individuales en el rostro de una persona, decían.
video sin rostro
A partir de dichas conclusiones, científicos y gobernantes proponían que era indispensable emanciparlos de tal servidumbre, dividir sus tierras, convertirlos en propietarios individuales, integrarlos al mercado y al sistema predominante en las ciudades. Así procedieron las potencias europeas en el mundo entero para hacerse de tierras y mano de obra, cuando no simplemente por la fuerza. En México, las comunidades resistieron casi siempre a tales iniciativas (y aún lo hacen), lo cual desembocó con frecuencia en rebeliones y conflictos, entre ellos el movimiento que dio origen a la Revolución Mexicana. Los problemas por la posesión de la tierra no han cejado, como tampoco ha desaparecido la expresión “todos los indios son iguales”. Es tan común en varias regiones, como algunas de Chiapas, que en contraposición a ella los zapatistas se denominaron a sí mismos los sin rostro...
El rostro criminal
La idea de que los criminales nacen y no se hacen cobró auge en el siglo XIX por causa de varias teorías que afirmaban contar con pruebas contundentes y aseguraban que era posible distinguir a los delincuentes natos por los rasgos del rostro, que el comportamiento criminal era resultado de una suerte de reaparición de rasgos primitivos en la sociedad europea, y que éstos eran comunes en las razas poco evolucionadas, como negros e indios. Su influencia en el mundo entero fue tal, que países como Estados Unidos las integraron en su política de inmigración. Los estudios efectuados en México en ese entonces no escaparon a tal influencia. Como muchos médicos y científicos daban por un hecho que los indígenas eran primitivos, ya fuera por ser poco evolucionados o degenerados, se decía que en ellos se encontraba aún latente y resurgía el comportamiento de los pueblos mesoamericanos antiguos, considerados sanguinarios por practicar el sacrificio humano, una práctica ritual vista totalmente descontextualizada, reducida a una simple matanza efectuada por mero fanatismo. “El alma bárbara de los adoradores de Huitzilopochtli”, escribió Julio Guerrero en La génesis del crimen en México, una idea que tuvo mucho eco en la pintura de la época y se halla presente, bajo otras premisas, en el arte colonial.
El hecho de que las cárceles estuvieran llenas de indígenas y sus descendientes, como todavía sucede hoy día en buena parte del país, parecía normal a ojos de dichos científicos y de la élite gobernante, y así aparecía en la prensa de la época. De la misma forma se presentaban las campañas para controlar las regiones indígenas que se oponían a la expropiación de sus tierras, se hablaba de ellas como una necesidad apremiante para civilizar a los bárbaros que se oponían al “progreso” del país, y se argumentaba que con tales pueblos salvajes no era posible más que el empleo de la fuerza, pues lo pedía su naturaleza, irracional y sanguinaria, justificando así las guerras de exterminio que el supremo gobierno emprendía en su contra.
Tipo de rostros y crimen
El sistema penitenciario actual se gestó en el siglo XIX con la construcción de cárceles “modernas” como Lecumberri, que contaban con gabinete médico y equipo fotográfico para llevar un registro detallado de los presidiarios: se les medía cada parte del cuerpo, se analizaban sus tatuajes y, cuando fallecían, se conservaban cráneo y cerebro, pues en su tamaño, peso y forma se pensaba que yacía el origen de la conducta criminal, ligada al “grado de civilización y perfeccionamiento” de las razas humanas.
De esta manera, el reporte de los estudios efectuados en la penitenciaría de Puebla se refiere a los “individuos de raza indígena bastante degenerada” (73% del total de presidiarios) como “nutridos con una alimentación tan deficiente (pues comían frijol, chile y maíz, considerado inferior al trigo) además de escasa, por lo que, concluían, “se comprenderá la pequeñéz [sic] de estos encéfalos indígenas, y por qué la media absoluta de su peso, es notablemente inferior á las obtenidas en otras partes”.
Convencidos de antemano que “los indios todos son ladrones”, los médicos y demás científicos se abocaron a adaptar sus datos a este dicho de la época y a demostrar que la naturaleza criminal de los indígenas era mayor que la de mestizos, criollos y europeos, lo cual era confirmado, desde su perspectiva, por el hecho de que casi todos los presidiarios eran indígenas –sin importar el contexto social. Para ellos y el resto de la élite de la época el conjunto de todos estos datos era una prueba más de que los indígenas constituían un impedimento para lograr una sociedad “civilizada”. Que dejaran de serlo les parecía imprescindible.
El rostro pasivo
La supuesta naturaleza joven del continente americano que se le atribuía al compararlo con los demás originó una serie de imágenes en donde el suelo americano resultaba más húmedo, los animales menos desarrollados y los humanos sin barba, cual menores de edad, ignorantes del verdadero conocimiento, incapaces de decidir su propio destino. Por ello, decían los defensores de esta teoría, América debía dejarse guiar por Europa que le tendía la mano, dispuesta a enseñarle el camino a seguir, la verdadera religión, la lengua adecuada para expresar su pensamiento, para acceder a la educación.
La metáfora de la raza blanca como el elemento activo, civilizador -fuego y metal-, y las demás razas vistas como entes pasivos es parte central de los clichés racistas y tiene un dejo de machismo, como se aprecia en la interpretación de los mexicanos como hijos de la Malinche formulada por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, en cuyas páginas el calificativo de pasivo aparece una y otra vez cuando se refiere al “mexicano”. Así, desde tal perspectiva, el blanco aporta, transforma, emancipa, rompe con inercias, induce progreso; es el espíritu de la llamada raza cósmica. Mientras que el indígena se ve reducido a un ser pasivo, detenido en el tiempo, irremediablemente unido a su tierra y fundido con la comunidad, atrapado en su cobija cual camisa de fuerza; sin más remedio que aceptar la mano que le tienden para salir de semejante condición. Aún se piensa así hoy día, sin detenerse a reflexionar en la cantidad de clichés racistas que ello implica.
Una mirada irónica